Hola mis chiquillos, bienvenidos de nuevo a otra historia.
He estado algo ausente últimamente, pero no ha sido nada del otro mundo, la verdad. He estado practicando la escritura un poco más que antes por diversos motivos. Uno de ellos es mi notable dislexia y deficiencia al momento escribir algo. Además que personalmente los estaba notando muy monótonos. Sin embargo queridos lectores y curiosos, lo importante es tratar de superar sus propias dificultades ante todo.
También quisiera decir que mi seudónimo de Kat Folie no lo mantendré. Mi interpretación fonética no es muy buena, y alguien que tiene mayor conocimiento que yo en esos asuntos me aconsejó que lo cambiara, no era bueno. Lo pensé y lo sigo pensando. Como significado está bien, pero quizás deba buscar alguna forma de darle la vuelta al significado y escribir algo mejor, o simplemente olvidarme de él. Humm, es el asunto que no muestran los autores, pero no es tan fácil como aparentan jajaja.
Por los momentos lo dejaré así. Mientras pensaré en algo mejor. En fin, no quiero explayarme mucho, les dejaré con mi último escrito. Un beso.
Un poquito de ambientación
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Descenso hacia el cielo
Andar
por estos senderos boscosos a estas horas hace que mi mente e imaginación
comiencen a divagar entre recuerdos y el “si hubiese sido”, perdiéndome entre
una nubosidad de recuerdos mientras voy paso por paso hacia la incertidumbre.
Hacia un recuerdo viviente. Era de madrugada. El frío nocturno volvía hielo mi
sudor, pegaba mi lengua al paladar seco por jadeos, y enfriaba mis dientes
hasta sentirlos ajenos a mi boca. Sentía mi cuerpo pesado al subir con todo lo
que traigo encima. Llevaba una mochila ligera con un campamento pequeño y
provisiones. Una linterna con baterías extras y un cuchillo de supervivencia,
solo por si acaso. Vivía cerca, pero las montañas eran tan espesas que hasta lo
impensable podría pasar en cualquier momento. Especialmente a donde voy.
Subía
por un sendero en una misteriosa y alejada montaña repleta de árboles enormes y
espesos cubriendo sus laderas. Para llegar aquí tuve que cruzar el Embalse
Guadalest, frente a mi pueblo con el mismo nombre y caminar varias horas
alejándome cada vez más de las carreteras. Bebí un poco de agua para refrescar
mi garganta carrasposa ante el viento y el cansancio del ascenso. Además que
seguir el rastro de este camino de tierra y piedra por este sendero serpenteante
hasta la sima, era toda una proeza. Y más por la oscuridad casi absoluta que me
acompañaba desde que inicié este viaje de media noche. A pesar del cansancio y
las palabras de mi padre que aún resuenan en mi mente, siento que esto es algo
que debo de hacer, un reto personal. Algo que dejé pendiente hace mucho y que
debo saldar. No puedo volver sin estar bien conmigo mismo. Y más ahora que
estoy a mitad de la montaña. Ésta montaña.
Con
cada paso que daba sentía sensaciones similares a mi pasado, como si la tierra
me susurrase sus recuerdos y secretos. Aquellos que quedaron entre nosotros
hace ya cinco años. Éstos eran tan fuertes que, si fuera de día, podría apostar
a que aún nuestras huellas de aquel entonces serían visibles y frescas. No, mejor
dicho, intactas. Trataba de ignorar el ruido del viento aullando entre las
hojas de los árboles moviéndose violentamente a mis alrededores, como si
siguiesen mis pasos. Trataba de no hacerle caso a mi mente, a mi memoria, a mis
miedos. Aquellos que revivían con más viveza cada metro que ascendía. « ¿Qué
estoy haciendo aquí otra vez? » me preguntaba cada vez que podía. En cada
aliento de lucidez. Cuando me dignaba a pensar sabiendo que esto no debería de
estar pasando. Cuando identificaba que mi presente en realidad no era aquello
que visualizaba de repente entre parpadeos.
Hace
horas culpaba a mis amigos por recordarme este día, como una jugada inocente,
una historia que querían escuchar de mí. Yo siempre era aquel chico que tiene
una anécdota que contar. Eso está bien. Cualquier día hubiese sido diferente,
hubiese estado bien. Pero hoy. Hoy solo puedo culpar a alguien de todas las
ideas que llovieron de pronto. Por la culpa. Por estar aquí otra vez. A mí.
Ésta
nostalgia. Ésta sensación de inconformidad. De haber dejado algo pendiente.
Algo que arrebata mi sueño alguna noche a la semana, y a veces hasta tres
consecutivas. Éste olor que empapa mis pulmones en cada jadeo, y este lugar tan
frío y ausente de vida a pesar de estar rodeado de ella. Me asusta. Y aunque
mis pasos sean lentos y mi semblante sereno realmente tengo mucho, mucho, pero
mucho miedo de alzar la mirada y ver posada en la sima aquella intimidante e
imponente casona, resguardada entre la oscuridad de la noche. Aquella que era
capaz de helar mi sangre con solo posar mí vista en ella, tal como pasó esa
primera vez que sin ojos me observó, y sin palabras rechazó mi presencia. Me
prohibió estar allí. Pero eso no lo entendí. Y ahora con esta oscuridad y con
la vista tapada por las copas de los árboles casi camuflados con el cielo
nocturno, sabía que ella allí parada sobre la sima, imponente y poderosa, ya tenía
sus “ojos” clavados en mí. Me miraba. Sus “ojos” atravesaban mi carne
volviéndola de gallina.
Al
voltear y ver al cielo se podía contemplar cómo se volvía rosa y dorado,
irrumpiendo en el azul profundo. Sabía que si alzaba la vista frente a mí
aquella casona me haría volver a casa con la cola entre las patas. Realmente
evitaba verla. Eso solo podría empeorar aún más mis insomnios o peor, las pesadillas.
« ¡Vamos Fran! Que ya se ve la casona ¡Mueve el culo! » Escuchaba al caminar por las
últimas y más empinadas curvas del camino que apenas eran visibles como
siluetas negras. Faltaban pocos metros para estar en la sima. Volteaba a todos
lados apuntando con la linterna, sudando frío. Sabía que aquella voz solo
provenía de mi mente. Pero se escuchaba tan real, tan vivo como en ese momento.
Tropecé sin perder el equilibrio con la punta de una gran roca, cuya superficie
apenas sobresalía de la tierra. Esta era la misma con la que perdí la mitad de
mi diente frontal en ese entonces. Mientras que ella corría hacia arriba hasta
perderse de vista. De hecho, aún podía verla subir emocionada por las escalinatas
de piedra sin terminar, alejándose para siempre de mí. Esa fue la última vez
que la vi.
Pasé la
lengua por el diente reconstruido, y como si fuese una inexplicable memoria
nerviosa sentí el dolor ramificándose por toda mi encía. Temeroso me dirigí a
los pies de las viejas escalinatas de piedra que parecían estar en ruinas, casi
desechas. La piedra estaba corrompida por el tiempo, maleza, suciedad y raíces
que salían desde sus adentros bajando pocos escalones y deformando su antigua
forma. Era mucho más tétrico que lo que podría ilustrar mi memoria, si es que
de verdad esas imágenes que veía tras mis pupilas eran fragmentos reales de mi
vida. Por más que lo intenté no lograba recordar con certeza ciertas escenas
que creía vivir en éste lugar, como las de éstas escalinatas que desde un
principio estaban inconclusas, pero nunca desechas como las de ahora. Solo la
veía a ella entre la luz de mi linterna y la poca iluminación del amanecer, corriendo
hasta perderse en la sima entre la negrura de las siluetas de los árboles que
se alzaban a mis alrededores y la oscuridad del crepúsculo.
Me
resistía en subir y de llevar la mirada más allá del final de la ladera. Del
sendero. Del último escalón. Me resistía a calmar mis ansias, ya que sentía que
sin éstas estaría perdido en la oscuridad, entre los susurros del viento que
seguían moviendo las hojas de las copas de los árboles que me rodeaban. Apagué
la linterna de repente. Sin pensarlo. Solo la apagué y me quedé allí en
silencio. « ¿Qué fue eso? »
No sé si era parte del viento o si fue éste quien derribó las ramas muertas de
las copas frondosas. Pero estaba seguro de escuchar algo, un paso, un
movimiento, o algo más allá. Tragué saliva y me mantuve allí expectante.
Esperando y escuchando. Tener la linterna encendida me ayudaría muchísimo,
tenía el impulso de encenderla, de ver más allá de lo que me dejaba la breve
luz del crepúsculo. Pero hacerlo solo sería un indicativo de que yo estaba allí
completamente solo. Era un miedo arraigado que surgió al salir corriendo de
éste lugar en ese atardecer. Un miedo de estar solo en la oscuridad y que una
linterna reflejara mi ubicación; pero, mantenerla apagada solo me ayudaría a
sentir miedo por el desconocimiento. La incertidumbre. El horror de no saber
qué es lo que hay al frente de tus narices. Por eso quedé allí con un pie al
inicio de la escalinata y con el otro en la tierra desnuda del sendero.
Esperando a que la oscuridad se disipara, y a que esta sensación de peligro
desapareciera indicado únicamente por los latidos de mi corazón. Mis instintos.
No sé cuánto tiempo pasó después de estar allí
inmóvil, solo los calambres eran los indicativos de que habían pasado muchos
minutos. Sin embargo no desistí hasta que pude ver los escalones y alrededores
con mayor claridad, finalmente mi mente y corazón podría estar en paz. Suspiré
de alivio e inicié el ascenso por la escalinata tomando mi tiempo por su
inestabilidad y constante peligro de perder el equilibrio por las raíces que
tenían parte del camino infectado en sus enredaderas. Algunas piedras estaban
flojas y al pisarlas éstas se desprendían de las demás cayendo cuesta abajo,
golpeándose estrepitosamente contra otras rocas. El camino era más peligroso de
lo que creía que podría ser. Después de todo este solo era el recibimiento. La
bienvenida. No sé qué me esperaba al volver a éste sitio, que en su momento ya
era hostil. Y ahora estaba sintiendo sus grandes cambios.
Mientras
subía recordaba que hace más de cinco años se contaba de un millonario muy
famoso por estos lares de España, uno cuyo nombre no recuerdo. No soy muy bueno
para los nombres de la gente. Solo sé que era muy famoso. Él había comprado la
montaña para realizar una ambición personal. “Una maravilla” decían. Eso lo
recuerdo con una lucidez detallada. Muchos en Guadalest admiraban sus ideas y
exposiciones en el pueblo, que de por sí era pequeño y aburrido. El hombre
buscaba contratar mano de obra, arquitectos e ingenieros. Y mi padre, uno de
los encargados de la ingeniería eléctrica, trabajó ahí por un contrato de dos
meses. Hasta un día en que todo cambió. Nos llamó desde el hospital, había
tenido un accidente, uno que acabó con parte del proyecto. Con el tiempo él fue
contando poco a poco cada anécdota que se vivió ese día dentro de dicha
estructura. Él cuenta que parte de la casa se derrumbó tras un temblor en pleno
apogeo laboral, llevándose pilares y obras sin terminar que abatieron con las
demás. Una horrorosa reacción en cadena. Los pilares derribaron paredes, las
paredes los andamios, y los andamios sobre la gente. Después que el temblor
pasó la casa tenía una última sorpresa cuando todos estaban ayudando a los
heridos. Fue solo cuestión de tiempo para que la ausencia de pilares derribase
parte del segundo piso sobre el resto de los trabajadores. Y junto a ello la
estructura más ambiciosa del proyecto: unas enormes escaleras en espiral que
estaban realizando, que según cuenta mi padre recorrería cielo y tierra. Algo
similar a la casita de tubos de un hámster, pero vertical. Todo se vino abajo
cobrándose incontables vidas.
El
millonario intentó de continuar el proyecto, pero pocos se animaron a prestar
sus servicios esta vez, incluso mi padre. Tardó muchos años en reconstruir los
daños, y de hecho, completarlo nunca ocurrió. El dueño murió en la casa, según
dicen de un “paro cardiaco”. Eso nunca quedó claro, solo que fue encontrado
cerca de las escaleras. Sus hijos no quisieron completar el sueño de su padre
dejando así la gran casa en la sima de la montaña junto con el terreno en venta
para cualquier inversionista. La Casona San Apolo. Considerada maldita desde ese
día. Aún se encontraba erguida en la sima de ésta montaña.
Frida,
mi hermana mayor, me invitó tiempo después de todos estos acontecimientos a ir
a recorrer la casona aprovechando que estaba abandonada y nada malo pasaría. Ella
era así, aventurera, valiente, atrevida y directa, mucho más “hombre” de lo que
yo pueda ser. Hasta el día de hoy no sé qué fue lo que me convenció en ese
momento de acceder a una decisión tan imprudente. Quizás sea la pubertad de
ambos en esos años; pero tras superar eso no me explico qué diferencia hay a lo
que estoy haciendo ahora, reviviendo nuestros pasos de un día como hoy con más
de cinco años de diferencia. Quizás antes era por curiosidad, por un reto, una
aventura. Ahora es algo que debo de hacer para estar bien conmigo mismo. A fin
de cuentas, es todo lo mismo. No estoy haciendo nada diferente por más que así
lo quiera ver. Pero, eso es lo que quiero creer.
El
viento sopló de nuevo despertándome de mi sueño, aun estando despierto. Me
estaba acercando a la sima, a solo pasos de dejar las peligrosas escalinatas de
piedra. A pocos escalones pude comenzar a contemplarle mejor entre los árboles.
Una torre desecha, sin techo, y de silueta carcomida. Podía notar entre el
cielo dorado y su luz naciente, la figura oscura de las mallas de acero
corrugado que forman su estructura muerta y sin paredes. Finalmente allí estaba
ante mí, al final de un largo camino abandonado y rodeado de vegetación. Mi
corazón en ese momento comenzó a latir con fuerza, cada vez más creciente y con
mayor descontrol. Tomé mi tiempo caminando, dando oportunidad a que sol
terminase de salir. Realmente estaba nervioso al verle con cada paso más y más
cerca. Revelándome los tonos claros y sucios de sus corroídas paredes por el
pasar del tiempo, con pedazos ausentes de oscuro interior, y partes repletas de
un extraño tono rojizo. Parecía oxido derramado desde la torre desnuda hasta su
base rectangular. Las ventanas eran peores que las grietas. Allí frente a mí ausentes
de cristales. Las grietas que veía de lejos se convirtieron en troneras que
parecían parodiar la entrada a una cueva. El segundo piso de la casa, bajo la
torre, era inexistente, pero aún sin saber su historia los pilares en mallas de
acero revelaban que una vez lo tuvo. Y la torre parecía tener una forma cilíndrica
y espiral, dejando ver en las pocas paredes (o pedazos de concreto) que aún
conformaban los esqueletos de su compleja arquitectura, pedazos de escaleras
que aún permanecían adheridas a ella.
- Ha
cambiado bastante desde la última vez… -
Murmuré anonadado, aún con los ojos puestos en ella. Intrigado por la
imagen que permanecía con sutileza en mis recuerdos, o como creía que era en
ese entonces.
La paz
aquí arriba era engañosa. Un amago de tranquilidad que podría hacerte tu peor
enemigo. Esto era esa casona posada en el horizonte. El acoso de los sonidos
eran casi ausentes, escuchaba las plantas, el viento silbar y los pajarillos
cantar a la distancia, pero estar aquí, a solo metros de ella, acercándome con
muchísima lentitud, me hacía sentir por completo una casi absoluta desolación.
Y así continuó, hasta solo escuchaba mis pasos resquebrajando las ramas secas y
hierbas muertas del camino, junto los crecientes latidos de mi corazón que cada
vez tomaban mayor protagonismo. Mi mente revivía ese momento cuando me tambaleaba
por cansancio y dolor por el diente que había perdido varios escalones abajo,
tratando de seguirle el paso a mi hermana, quien creía que se mantenía entre
los árboles para esconderse de mí. Recuerdo que la buscaba con la vista por
estos mismos que ahora me rodean. Eran enormes en ese entonces, pero ahora eran
el doble.
Una vez
que estuve lo suficiente cerca, después de largos minutos de caminata lenta,
paso por paso, evité acércame a las ventanas y de verlas directamente. Evite
todo contacto visual con el interior del lugar a través de cualquier abertura
en la pared. Aquella casona podría robarse parte de mí, y quería evitar
cualquier problema antes de lo debido.
La
cabeza me dolía. Palpitaba en el entrecejo ramificándose hasta lo más alto de
la frente. Al rodearla y encontrarme frente a frente con la entrada sentí esa
sensación. Esa sensación de angustia que lentamente se va convirtiendo en miedo,
uno muy similar por el peligro que le pueda pasar a alguien que amas. Y por
último. Miedo a tu propia vida. Ese día experimenté todo eso en fracciones de
minutos, entre largos y tortuosos minutos. Y ahora los estoy volviendo a
revivir con solo ver el interior a oscuras, en esa gran abertura en el concreto
blanco sucio, escamoso y oxidado, con las puertas de madera tendidas a sus pies
vueltas aserrín con grandes astillas que parecían estacas. Aquella boca
inanimada que podía engullirme como un monstruoso pez.
Lo
único que era capaz de relajarme era aquella breve brisa marina que llegaba a
mí desde el mirador sin barandillas ubicado a mis espalas. Daba a un acantilado
de árboles, rocas y tierra; y allá en el horizonte, una franja azul enorme
diferenciada por su profundidad con el cielo. El mar. Aun así, escuchar todos
esos sonidos tan relajantes como distantes, no eran suficientes para estar en
paz y calmar estos escalofríos. Simplemente no podía sentirme tranquilo de
buenas a primeras. La boca gigante frente a mí despedía el grito profundo de la
nada, tres o cuatro veces más fuertes que el sonido ambiente. Era intimidante,
a pesar de estar “ella” y yo frente al sol. Ésta era la verdadera presencia de
La Casona San Apolo.
No
sabía si entrar. Ya de por sí en sus adentros era una oscuridad tan
impenetrable que, aunque tenga de todo, grietas, ventanas y troneras, me era
imposible ver más allá que unas escasas siluetas. O eso era lo que recordaba. Inhalaba
profundamente con algo de dificultad
mientras daba pocos pasos de valentía, para luego retractarme cuando la
oscuridad me consumía. Regresaba tembloroso y con el corazón en la garganta hasta
estar fuera del lugar. El pasado se estaba repitiendo casi como si fuese un
patrón impecable, cambiando solo la hora y mis sentimientos. En ese entonces estaba
temeroso por ella, por mi hermana y preocupado por mi propio pellejo. Ahora
solo estaba angustiado por lo que me pasaría si llegase hasta el fondo de este
infierno en vida. Sin dudas no siempre las segundas veces son más fáciles.
Es que
con solo ver a sus adentros se me helaba la sangre. Cada vez que lo intentaba
llegaba más lejos, pero siempre llegaba un punto en que no podía resistir más,
y regresaba corriendo hasta la salida despavorido y sudando frío. Sentía que
algo estaba allí en la oscuridad y su presencia me impedía avanzar. Encendí la
linterna finalmente. Sabía que no lo podía hacer, o eso era lo que sentía muy
dentro de mí. Que sería un error. Que no debía ver lo qué había allí. Que la
maldición podría apoderarse de mí también. Pero no podía continuar. Si tan solo
pudiese explicar aquello en pocas palabras, se sentía como si el aire
convirtiese todo tus nervios en hojillas que cortaban lentamente la carne desde
adentro hacia afuera, sin dolor pero a la vez sin dejar de sentir. Volteé decidido
y alumbré sin siquiera entrar, solo para contemplar el caos puro en su versión
inanimada. Los escombros aún seguían allí, al igual que herramientas de
construcción abandonadas. Una lata de spray con un grafiti muy antiguo a medio
terminar. Harapos mugrientos, metal oxidado, suelo con baldosas agrietadas y
pedazos de techo esparcidos por todos lados. Había pocas columnas y paredes en
pie. Era como caminar en un gran laberinto de escombros, en donde tu único
impedimento era la oscuridad.
El
sonido venía de allí en un eco que seguía escapando de su horrorosa boca
agrietada por el viento y los años, revelándome sin palabras el final de su
construcción. Si se guardaba silencio se podía escuchar como sus paredes te
describían en su lenguaje parte de su historia y su fondo. El final del
recorrido. Ese sonido me congelaba. Me impedía apagar la linterna y afrontar
mis miedos como debería de ser, por eso estoy aquí. De verdad luché para estar
de pie, y ahora seguía la batallando conmigo mismo para entrar. Recuerdo que
aquella vez no demoré demasiado. Y era obvio el porqué. Yo no llevaba linterna
en ese entonces, y mi hermana sí. Entonces ¿por qué ahora yo soy quien la
tiene?
- V-voy
a entrar. - Murmuré alentándome a avanzar seguido de inhalaciones profundas y
repetitivas tras cerrar los ojos. – Es algo que tengo que hacer para vivir
tranquilo. ¡Lucha contra tus miedos! – Continuaba hablándome inspirado.
Ignorando su voz. Su historia. Sus lamentos.
Comencé
a caminar con decisión hacia el interior de la casona. A un paso muy lento eso
sí, pero decidido. Sin detenerme. No había apagado la linterna hasta entrar y
pasar los primeros segundos en el interior, pisando escombros que se hacían
añicos con mi peso y por su antigüedad. El suelo era inestable por tantos desechos
de objetos y materiales que conformaron una vez su arquitectura. Mis pasos y el
crujir de los escombros se sentían como gritos que iban hasta el fondo del
lugar y volvían como eco, tal como escuché afuera. «
¿Habrá alguien más allí? »
Me pregunté de inmediato tragando saliva. Desde allí el aire, mis pasos y mis
jadeos eran las únicas cosas que podía escuchar, pero más allá de eso, el
crujido de la estructura era mayor. Como si hiciese un baile amenazante, un
último vals antes de venirse abajo, tal como la última vez. Parecía como si el
sonido de la montaña en general, los árboles, sus hojas y los pájaros dejasen
de existir. Ahora, era la casona quien me hablaba.
Una vez
dentro comencé a sentirme identificado con el ambiente y el miedo se disipó muy
lentamente. Me sentí confiado y tranquilo de pronto, solo necesitaba un
pequeño empujón de la linterna.
El sonido del botón de ésta fue lo último que escuché en ese momento, y su luz
se apartó de mí. Todo se volvió en un absoluto silencio, de esos tranquilos
como incómodos. Continué guiándome por mis recuerdos hacia lo que sería mi
objetivo. Atravesé varios obstáculos que serían una trampa para cualquiera,
escombros afilados y verticales, escalones inexistentes y grietas profundas
donde sería fácil fracturarse un pie. Y todo ese recorrido era para llegar al
centro de la estructura. Una habitación central y circular con techo en forma
de cúpula, y un largo espacio circular en el medio, donde llegaba la luz del
cielo. Pedazos de fierro colgaban desde lo alto y otros se mantenían con las
mallas de acero a medio forrar. Ese era el acceso hacia la inexistente torre
que se veía desde lejos. Desde lo más bajo de la montaña. Desde aquí podía
contemplar los pocos escalones adheridos a lo que una vez fue el proyecto o lo
que quedaba de él. Los escalones colgaban y desaparecían a medida que el
espiral bajaba, hasta que solo quedaba un pedazo de fierro largo que seguía
descendiendo en lo que sería una larga caída libre. Dando tres vueltas largas y
completas, el tubo de fierro se conectaba con otro que venía desde el suelo, y
juntos continuar mucho más allá.
La
torre no era lo único impresionante del lugar. La única atracción olvidada por
el tiempo. Las escaleras que llevarían a ella serían las mismas que te alejasen
del cielo. Ya que éstas también van en descenso hasta el terror de ésta casona:
“El ojo del abismo”. Un descenso en espiral cuyo propósito de ser era
indefinido, pues estaba incompleto. Aquel hoyo era gigantesco, de un diámetro
que de seguro superaba los diez metros. Era tan monstruoso como un maldito
cráter. En sus alrededores aún permanecían escombros y pedazos de andamios
rotos. Pocas latas de pintura y pedazos escaleras de metal oxidado dispuestas
en toda la habitación, que de seguro cayeron desde lo más alto del ascenso
estrellándose contra las baldosas, esas que aún tenían la cicatriz. Un recuerdo
físico del desastre de aquel entonces que se llevó muchas vidas. Todo esto me
hace preguntar al encaminarme hacia el abismo, « ¿Cómo será el mundo
cuando dejemos de existir? ¿También los edificios contarían sus historias? » . Me acerqué con cuidado, con
respeto y temor, ya que aquella caída era la garganta del lugar. Con cada paso
hacia ella aquellos sonidos que se escuchaban desde la temible boca de la
entrada eran cada vez más fuertes, a tal punto que mis inesperados, desesperados
y profundos jadeos dejaron de escucharse.
Con
perseverancia luché contra mis recuerdos y me acerqué todo lo que pude,
evitando tambalear, perder el equilibrio o incluso dudar. Pues aquel hoyo no
tenía barandillas de seguridad. Me estremecí al inclinarme y ver la negrura
absoluta, intentando no pensar, ni sentir. Ser un objeto más. No demostrar que
estoy vivo, ser un escombro movido por el viento. La luz que provenía desde
arriba me ayudó a ver los escalones de hierro oxidado que seguían adheridos a ella
muchos metros más abajo, en un descenso en espiral que se perdía de vista en
las penumbras. Curiosamente, esa imagen era lo único que mi mente desconoció. Me
inquietó de sobremanera. De hecho, comenzaba a dudar de ellos. ¿Serán realmente
mis recuerdos? Contemplé sus tonos cafés y rojizos impregnados en el metal.
Destrozándolo lenta y tortuosamente con el pasar del tiempo. Sí, ya llevaban
tiempo allí, además que tampoco tenían barandillas. Pero solo permanecían allí.
Soportados por la pared y por el fierro de metal que provenía desde su torre.
« Ya cumpliste con lo que quería. » Pensaba. «
Vuelve a casa triunfante. »
Me decía. « Ella no está ahora. »
Intenté de convencerme. Pero mientras más progresaban esas ideas menos era
capaz de reconocer mis propios pensamientos, y contemplaba en cómo se
desvirtuaron hasta llegar a ella. Frida. Y mientras eso pasaba yo seguía allí,
con la mirada puesta en sus escalones a la vez en que mi respiración se volvía
parte al sonido del pozo. Y así, sin saber por qué, ya tenía un pie sobre el
primer escalón de metal, haciendo presión y comprobar si era seguro. Fue capaz
de soportarlo. Con mucho cuidado y lentitud puse el otro pie sobre éste, y de
nuevo, lo resistió. Aunque la debilidad del hierro se sentía como crujidos
lentos que venían entre el metal y la pared, por ello decidí avanzar en
descenso y ser parte de la penumbra que me arropaba. Con cada paso el metal
volví a crujir, y si volteaba veía pedazos de óxido caer por el borde a pocos
centímetros de mi pie, mientras retumbaban las suelas con un eco lejano. Aun
así y a pesar del miedo, continué. Algo me llamaba escalones abajo. Podía
sentirlo. Podía escuchar su voz desde el fondo, y solo esos pensamientos fueron
capaces de percatarme de mi error. Ella una vez estuvo aquí y no volvió. Debe
de seguir aquí, y lo más seguro es que sea allí abajo. No debía dejarme guiar
por pensamientos que nunca fueron los míos. Todo era un impedimento para no
volverla a ver. Por algún motivo estaba convencido que ella seguía allí, y
no dudé incluso cuando
al fin daba el primer paso a la oscuridad absoluta, cuando mis ojos dejaron de
ver los escalones. Recostando mi cuerpo casi por completo de la pared para no
caer, continué con la misma velocidad de antes. Manteniendo la precaución.
Y finalmente
hubo un silencio que se volvía más vasto y definitivo, hasta que la oscuridad
cubrió mis ojos, el vacío mis oídos, y la nada mis sentidos, siendo el lento
sonido de mis pasos cada vez más fuertes, hasta sentir su retorno en un eco
segundos después. Al elevar la mirada veía la división entre la oscuridad y la
luz, entre la torre y el abismo, reflejando la sombra de las caleras y los
rayos del sol resplandecer sobre mí, en un espiral que parecía inmenso e
infinitivo, que parecía llegar hasta lo más alto del cielo. Al verlo allí, por
algún motivo me sentí tan esperanzado como perdido. Encendí la linterna
convenciéndome de mis pensamientos y viendo que allí abajo las paredes eran mohosas
y húmedas, de piedra agrietada y con manchas de óxido chorreante en ellas
proveniente de las escaleras que ahora estaban sobre mí. Era como estar en una
cueva en vertical, siendo un túnel iluminado por la salida. La torre. Era
curioso. Siempre me pregunté el porqué de ésta idea. Pero, ahora siento como si
este lugar representase algo simbólico. Continué concentrado caminando,
concentrado en los sonidos de mis pasos, los crujidos y las corrientes de
viento. Y gracias a eso pude percatarme de un sonido más y muy leve proveniente
desde el fondo. Me sorprendí deteniéndome para apuntar con la linterna
escaleras abajo. Nada.
- ¡¿Frida?!
¡¿Estás allí?! – Exclamé, tratando de apuntar más abajo, hacia el fondo, pero
era tan profundo que su luz no llegaba. Esperé en silencio pero solo me
respondió el abismo con el eco de mi voz, distorsionada y apenas entendible.
Continué descendiendo, ésta vez más atento que antes, con la piel de gallina y muy
ansioso sin razón.
Me
sentía cada vez más culpable por todo lo que pasó desde ese día. En huir y
preocuparme únicamente de mi bienestar, mientras ella me necesitaba. Podía
escuchar su voz retumbando en mis tímpanos como esa última vez. Voz que a veces
escucho en sueños, y otras parecieran ser…
- ¿Fran?
– Me detuve en seco cuando algo más allá que mis pasos se logró escuchar. El
corazón me dio un vuelco y parecía salirse de mi pecho cuando una voz débil y femenina reanimó todos mis recuerdos de la
infancia.
-
¡¿Frida?! ¡Frida, ¿eres tú?! – Exclamé apuntando con desesperación al fondo.
Inclinándome o agachándome todo lo que podía sin caer para que la linterna
alumbrase algo. Nada. - ¡Frida! ¡¿Me ves?! – Silencio absoluto. – ¡Frida, por
favor! ¡Aquí arriba! ¡¿Puedes verme?! ¡¡¿PUEDES?!! – Movía la linterna de
izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, agitándola y tratando apuntar a
todos lados a la vez. El silencio era inquebrantable, más allá de mis ecos. Un
repelús profundo recorrió mi cuerpo desde los pies a la cabeza. Los vellos se
me erizaban y una sensación me indicaba volver escaleras arriba por ayuda, pero
no, no volveré a cometer el mismo error. No otra vez. - ¡¡FRIDA, RESISTE POR
FAVOR!! ¡Ya-ya voy! – Quedé sin aliento, y sin pensarlo más me levanté y
comencé a bajar a grandes zancadas hacia las profundidades.
Trotaba,
corría y hasta saltaba los escalones, pues mientras más descendía algunos de
éstos faltaban, pero no los suficientes que me impidiesen alcanzar. Crujía el
metal, y sentía cómo vibraban aún sostenidos en la pared por mis fuertes
pisadas, pero nada importaba. Estaba decidido en alcanzarla. Frida se escuchó
débil, pero era su voz, era ella. No sé cómo ha logrado sobrevivir todo este
tiempo. Quizás bebiendo agua de lluvia y comiendo insectos, era triste para mí
imaginarlo. Desgarrador, a tal punto que sentía miedo de verla ahora. Pero no
me importaba. Ahora la sacaría de aquí y todo estaría bien, aunque no me lo
perdone. Todo volvería a ser como antes para mí. Escuchaba el sonido de agua
por las gotas que caían desde la torre y de la humedad de las paredes. No sabía
cuánto tiempo llevaba descendiendo ya, pero estaba cansado, las piernas me
dolían y el frío se sentía hasta en los huesos, y sin importar cuánto bajase,
el agua seguía cayendo. La torre a veces dejaba pasar la luz de las centellas
que cubrían el cielo gris que apenas podía ver. Ya era un punto luminoso sobre
mí. Como una luna, o quizás una estrella. Las gotas de agua golpeaban contra el
fondo, y fue allí que comprendí que estaba más cerca que antes, finalmente
escuchaba algo más que desolación. Cuando vuelvo a apuntar al fondo con la
linterna me doy cuenta que la luz se reflejaba. Agua. Había agua.
Finalmente
llegué tras dar unas cuantas vueltas en descenso corriendo por los últimos
escalones, jadeando y sudando frío. Alumbrando todo lo que podía desde allí.
Nada.
- ¡Fri-Frida!
– Jadeaba, intentaba de llamarla de nuevo pero los pulmones no me daban la
fuerza que requería. Me sentía débil, con el frío del agua que cubriendo mis
talones se filtraba poco a poco hasta el resto de mis pies. Sentía que ésta me
cubría a pesar que solo me llegaba a los tobillos.
Llevé
las manos a las rodillas reposando mi cuerpo mientras intentaba de reponer el
aliento. Éstos se escuchaban en todo el fondo. Y allí, cuando abrí los ojos y
contemplé con mirada temblorosa mi ondulado reflejo distorsionado por la luz de
la linterna y el agua, pude ver que algo estaba allí. Una linterna verde algo decolorada.
Ya más tranquilo en aliento alumbré los alrededores del fondo, pero el
resultado no fue agradable. Nada se encontraba allí, algunos recovecos sin
terminar y pasillos cortos con rocas gigantes interponiéndose en ellos y yo.
-
¡Friiidaaaah! – Nada, ni mi eco logré escuchar ahora. Jadeante y desconcertado
vuelvo a ver la linterna mientras mi mente rebobinaba todo lo anterior. Me
incliné hacia ella y la tomé. El plástico estaba vencido, seco y frágil, a
pesar de estar mojado ahora, lleno de moho en algunas zonas y bastante agrietado.
La revisé hasta que mis ojos dieron en una figura de corazón blanco pegada cerca
del botón. Recordaba esto, solo que el corazón era violeta en ese entonces. Era
su linterna.
Volví a
revisar una vez más, creyendo que algo había olvidado. Esperanzado en creer que
había algo que no haya podido ver. Algo más entre las sombras y los recovecos,
o una grieta enorme en cubierta por el agua. Pero ya ni el eco de mis jadeos me
acompañaba. Me sentí decepcionado, cansado y algo mal, pero no
sentimentalmente. Algo no andaba bien conmigo. Sentía nauseas, dolor de cabeza,
frío y una debilidad que la lograba sentir hasta en los latidos del corazón. Me
apoyé de la pared para reposar un poco, pero nada pasaba. Allí fue que entendí.
Algo en este lugar me impedía respirar bien. Quizás sea la tierra, la
profundidad, o el espacio que había entre las paredes. Pero por más que
respirase nada pasaba. No me sentía mejor.
Tragué
algo de agua de mi cantimplora y comencé a subir con lentitud. Éste lugar ya no
era cómodo, ni fascinante y mucho menos esperanzador como sentí varios
kilómetros sobre mi cabeza. Siempre fue lo que pensé en un principio. La boca y
garganta de La Casona San Apolo, una trampa mortal. El monstruo de la montaña
más alejada de Guadalest. Las escaleras crujieron nuevamente y con mucha más
fuerza que antes, y algunos escalones tambaleaban con mis pasos. Comencé a
sentir miedo por todas las dificultades que se presentaban, y sin importar
cuanto subiera, al ver hacia arriba me daba cuenta que no había avanzado nada.
El eco del agua al caer volvía con mayor presencia, era como estar caminando
alrededor de un lago en medio de la tormenta. Tambaleaba de cansancio pero
intentaba de estar pegado a la pared. No importa cuánto tiempo me demore en
subir. Realmente no quería estar aquí más tiempo.
Estaba
exhausto, realmente necesitaba descansar, de lo contrario estar aquí sería mi
fin. De repente ocurrió lo que temía. Comenzaron a aparecer los escalones que
faltaban y que salté con facilidad hace quizás un par de horas o minutos. No lo
sabía. Nunca me preocupé en ver el tiempo. Pero esto era tan largo y yo estaba
tan cansado, que cada minuto parecía una eternidad. Los primeros saltos fueron
superables, pero mientras más saltaba éstos se volvían mucho más difíciles, como
si más allá que una prueba todo esto fuese una gran y cruel tortura. Aun así esos
no fueron mi preocupación. Desde aquí podía ver que a dos vueltas sobre mi
cabeza había un espacio similar a cuatro escalones ausentes, dos escalones en
pie y luego de esos otro espacio de dos. No los recordaba, y quizás mi euforia
fue tan grande hace un tiempo que todo lo que salté parecían solamente uno o
dos espacios en la nada. Realmente un salto tan grande no lo recordaba por más
que intentase recordar.
- ¿Era
yo el de hace un momento? – Pregunté entre jadeos, sintiendo una vez más el eco
de mi voz. Preguntándome de algo que quizás nunca sabré.
No
importase lo lento que subiese, ni lo mucho que esperase sentado en los
escalones que aún se mantenían en pie. El agua no subiría, mi agotamiento
seguiría casi igual, y el final sería el mismo. Como un jefe final imposible de
esos MMORPG que jugaba cuando era más niño. ¿Qué podía hacer?
Más
tarde que temprano llegó el momento, la lluvia no paraba y mi cuerpo parecía igual.
Era angustiante ver que inevitablemente ese gran salto se acercaba con cada
paso que subía. En pleno camino aparté la mochila de mí, casi arrebatándomela
de entre mis brazos y la lancé al precipicio, escuchando su impacto varios
segundos después. Respiré aceleradamente una y otra vez, pero no era
suficiente. No podía esperar más, pues el agua se me acababa, y beber de la que
caía desde el cielo sería bebe óxido líquido con moho. Cerré los ojos y me
esforcé en llenar los pulmones ahora con un extraño y pestilente hedor que
provenía desde el fondo.
Corrí
los escalones que quedaban tomando impulso, y salté al vacío. Era mucho el
espacio, lo vi cuando salté, como si hubiesen alejado los escalones mucho más
de lo que creí. Los dedos de mi mano izquierda se aferraron al filoso borde del
escalón, dejándome colgado en el vacío. Mi otra mano sostenía la linterna, pero
no toleraría mi peso mucho más. La traté de dejar en el bolsillo más cercano,
pero me di cuenta que allí estaba la otra. La que encontré en el fondo. «
¿Cuándo la dejé allí? »
Traté de guardarla en el otro bolsillo, pero no llegaba, y mis dedos se
cansaban. La solté en medio de la desesperación escuchando como golpeaba
escalones abajo y rebotaba desde el metal, de las paredes y finalmente un golpe
húmedo después de un largo silencio. Ahora estaba sostenido con mis manos
luchando para subir el escalón.
Con
cada fuerza que aplicaba éste crujía y tambaleaba. Sentí una inyección de
adrenalina con unas dosis del horror más puro que haya sentido, mucho más que
hace más de cinco años, pues el metal parecía aflojarse con cada intento que
hacía de subirme a él. Sin embargo no tenía otra elección, y continué jugando
con mi suerte, hasta que de pronto uno de sus tornillos que se aferraban de la
pared de piedra negra salió disparado hacia el vacío, golpeando el metal bajo
mis pies. Preocupado veo el fierro grande que descendía desde la torre, ese que
permanecía a mi mano izquierda y ayudaba a sostener el escalón. No tenía mucho
tiempo, el metal vibraba con mis esfuerzo hasta que inevitablemente, cuando casi
lo lograba se inclinó del lado de la pared, se iba a caer. Viendo de nuevo el
tubo traté de tocarlo estirando mi mano hacia él, pero estaba lejos y ésta
posición no me ayudaría. Decidí entonces mecerme de lado a lado aprovechando la
poca fuerza de mis dedos que aún quedaban para hacer un último intento para así
tocar la pared con los pies. Finalmente en medio del estrés, al sentir que el
escalón se precipitaba, hice mi mayor esfuerzo de tocar la pared e impulsarme
de un salto hacia el fierro. Por el impulso el escalón se desprendió y cayó al
momento de saltar irrumpiendo todo el silencio y la paz que una vez hubo.
Todo
pasó muy rápido. Veía la figura del fierro frente a mí, pero mis manos nunca lo
tocaron. Caí por un menos de un segundo, hasta que algo se aferró de mi brazo.
No podía ver con claridad, pero sentía cómo lo rasgaba y se lo enganchaba
atravesándolo. Quedé guindado como una pieza cruda de jamón, mientras que
sentía que algo cálido chorreaba por mi cuerpo desde mi brazo ensartado. Elevé
la mirada, cegándome un poco con la luz, y allí pude ver lo que había ocurrido.
Una pieza en forma garfio que quedó del desprendimiento del escalón me atrapó
al no llegar a mi objetivo. No sabía si era por mis ojos que ya se habían
acostumbrado a la oscuridad, o por la luz sobre mi cabeza, pero podía ver el
garfio oxidado bañado en rojo. Y aun así, a pesar de saber que eso era tan
letal como una inyección de veneno, no sentí dolor. La adrenalina había
conquistado mis sentidos e instintos, más la sorpresa, no podía creer que aún
seguía vivo. Traté de aferrarme al gancho con ese brazo y con el otro tratar de
llegar al fierro. Internamente seguía luchando por mi vida, tal como siempre lo
había hecho con cobardía.
-
¡AYUDA! – Clamaba viendo hacia la torre que apuntaba al cielo gris. Esperanzado
de alguien más me pudiese ayudar al escucharme. - ¡¡AQUÍ ABAJO!! ¡POR FAVOR!
-
¡Fran! ¡¡FRAN!! ¡AYÚDAME POR FAVOR! ¡Estoy aquí! ¡AQUÍ ABAJO! ¡¡FRAAAAN!!- Las últimas palabras de Frida vinieron a mi
mente en ese entonces, escuchándola con claridad en lo más profundo de mis
oídos. Mientras que en mi mente corría hacia la salida de la casona esquivando
los escombros, gritando y exclamando “ayuda”, con miedo de bajar hacia el hoyo
que en ese entonces había dejado a mis espaldas. La ayuda nunca llegó en ese
entonces, y cuando volví, Frida no respondió más a mi voz. Nadie la encontró, y
yo no quise volver a éste sitio, tratando de olvidarme de todo. Y ahora yo. Yo
soy ella.
Mis músculos se
rindieron, pero traté una vez más de luchar para llegar al fierro, los dedos de
mi diestra rozaban su áspero óxido que se desprendía con el tacto. Respiraba
aceleradamente por el cansancio y la adrenalina que consumía el doble de mi
resistencia. Me aferré al gancho, haciendo que éste atravesase más mi carne,
sintiendo el dolor vivo, y así fue que me impulsé nuevamente hacia el fierro.
De pronto éste también crujió y se tambaleó hacia abajo de forma muy repentina,
se iba a caer, y ahora me sería más difícil llegar. Cansado miré abajo solo
para relajar los músculos de mi cuello, pero lo que vi en el fondo cautivó mi
atención. La linterna que había dejado caer aún estaba encendida y estaba
apuntando a alguien que no podía ver bien. Pero estaba parado allí en el fondo
y parecía mirarme en silencio. Los vellos se pusieron como escarpias, como si
una mano fría recorriese toda mi piel. Mi corazón se subió al cuello con tan
solo verle y al mismo tiempo por el gancho que se tambaleó una vez más. El
fierro que lo sostenía se estaba doblando, hasta que un último y fuerte sonido
golpe metálico fue el inicio de la caída. No pude ver quien era, solo giré
hacia mi brazo tratando de llegar al fierro que ahora se alejaba de mí, a la
vez que veía cómo éste seguía atravesado mi brazo. El espiral en esos breves
segundos de caída libre parecía cobrar vida y moverse hacia arriba con cada
metro que descendía. El abismo producía sonidos indescriptibles similares a los
chirridos a la vez que aquella luz del cielo en la cima de la torre se alejaba
hasta ser de nuevo un punto luminoso entre la oscuridad, justo sobre mi cabeza.
Abrí
los ojos en ese instante, en una habitación oscura, roja con blanco que parecía
moverse en su propio eje. Como un carrusel. Una imitación carnosa y macabra de
un tío vivo. Sobre mí había algo más, o mejor dicho, alguien más. Un cuerpo
femenino parecía estar adherida a una pared suave y bulbosa, en todo el medio
de una cúpula rosa y palpitante. Ella no tenía rostro, y su tez era tan pálida
como la harina y la leche. Sus pezones parecían ojos rojos en la blancura, y su
boca, que era lo único que podía ver bien, esbozaba una sonrisa satisfactoria.
Su cabello era igual de albo, confundible con su piel, pero las puntas
degradaban hacia el rojo escarlata. Los mechones eran tan largos que cubrían la
cúpula y se movía a lo largo y ancho de la habitación, como venas dentro de un
cuerpo o furiosas lombrices rojas que intentaban atravesar la habitación. Todo
rechinaba y crujía como si fuese metal oxidado con el de los huesos, a la vez
que algo líquido y rojizo goteaba con lentitud hacia mí. Su sonido era desagradable
como roce entre viscoso y húmedo
Finalmente
ella sonrió más y desde la mitad de su cara blanca y ausente, un poco más
arriba de la sonrisa, una franja roja apareció, agrandándose lentamente hasta
mostrar un ojo enorme que me veía sin parpadear. No podía moverme y ella
tampoco, pero con los tensos minutos me di cuenta de algo inquietante: la
cúpula se invertía hacia mí a la vez que grandes bulbos se formarse en la
habitación. Volví a ver su único ojo, aquel que raras veces parpadeaba y que
siempre que volvía reflejaba mi silueta acorralada entre un espacio cada vez
más corrompido. No importa cuánto tiempo esté aquí, ni cuantas veces el
cansancio me gane. Ella estará más cerca, y su turno sería el último.